
La verdad es que siempre dibujé. No tengo ese recuerdo que tienen algunas personas de haber parado, de haberse detenido a dibujar y luego haber hecho otras cosas. No, yo siempre lo hice, porque esta ha sido mi manera de expresarme. Desde el colegio dibujaba a los profesores, y luego empecé a explorar distintas técnicas: primero el cómic, el manga, después el cómic americano, y no me detuve. Finalmente, cuando descubrí los libros ilustrados, fue como una explosión. Sentí que tenía que hacer eso. Y hasta ahora no he parado —espero no parar todavía—.
Siempre me ha gustado la temática del libro infantil. Siento que es un terreno muy bonito, donde se pueden explorar muchas cosas, y donde los niños tienen una atención distinta. Por otro lado, no voy a decir que soy un poco niño, pero sí creo que los libros que hago son para mí y para el Fabián que fui. Por ejemplo, Kindambum, un cómic que hice sobre una brujita, lo dediqué al Fabián de 10 años, que quería tener un cómic. Desde ahí he ido haciendo una lista de pendientes con los libros que yo quería leer. Por otro lado, siento que los niños tienen una atención impactante hacia los temas; tienen una imaginación que no se detiene. Van creando mundos que me recuerdan cuando yo también creaba los míos, cuando veía una serie o leía libros, como Harry Potter, y empezaba a inventar magos que no aparecían, que estaban en el fondo y no eran protagonistas.
La mayoría son temas que a mí me gustaban. Martína Ackels, que es el último libro que saqué, nació porque durante varios años no leí. Por ejemplo, entre los 8 y 11 años no hubo ningún libro que me marcara, hasta que leí Harry Potter, que me explotó la cabeza. Desde ahí empecé a leer Crónicas de Narnia, El señor de los anillos, todo ese mundo de fantasía. Entonces me enfoqué en escribir un libro para ese Fabián al que le gustaba la fantasía, pero al que le costó leer Harry Potter. Y claro, desde ahí empecé a inspirarme, a buscar lo que yo quería leer y de qué manera. Me gusta mucho el humor, así que trato de jugar con esos guiños que antes quería leer o veía. Además, fui criado por la televisión, entonces me encantan las temáticas de ciencia ficción... Tengo esa necesidad: si un tema me gusta, lo convierto en libro.
Creo que los intereses siguen siendo parecidos. Yo vi Jurassic Park en el 93 —porque soy viejo— y justo ayer, en un taller en un colegio en Colombia, hablamos de eso. Obviamente, para ellos el nuevo Jurassic Park es el que conocen, el otro es “el viejo”. Lo que cambia es la forma de contar. Hoy, con TikTok y los celulares, todos tenemos una atención de 30 segundos. Por eso, en mis libros trato de que siempre esté pasando algo: una aventura tras otra, sin pausa. Antes teníamos más paciencia; yo veía Los supercampeones y esperaba media hora para que Oliver hiciera un gol. Ahora los niños necesitan acción inmediata, y mis libros buscan tener ese ritmo. Las temáticas, eso sí, son parecidas: fantasía, humor… Solo cambian los guiños.
Sí, hay que investigar un poco en ese sentido. Por ejemplo, con Mensajes, que hablaba del duelo y la muerte, hice una investigación previa sobre libros que tratan ese tema. No quería caer en lo que es fácil: en esa vía “sensible”, donde el libro termina siendo demasiado obvio o condescendiente. Es fácil caer ahí. También con el bullying, por ejemplo, intento no caer en clichés, porque es muy común tocar ese tema desde lugares muy repetidos, con fórmulas ya gastadas. Trato de que mis libros no tengan un mensaje tan claro o directo. Que si un niño lee el libro y lo que le queda es que se divirtió, ¡perfecto! Si además percibe un mensaje sobre la amistad, también está bien, pero no es obligatorio. No busco que el niño termine el libro diciendo: “Aprendí una lección”.
Creo que más allá de lo que el autor quiera transmitir, muchas veces son los adultos los que buscan que los niños aprendan algo específico. Y ahí es donde, a veces, está el error. Me ha pasado que un adulto dice: “Este libro habla sobre el divorcio, perfecto; lo voy a usar para que el niño entienda”. Pero el libro no va a resolver nada por sí solo. Va a ser un complemento, una herramienta para que el adulto pueda iniciar una conversación. El libro es un punto de partida, y desde ahí uno puede ver si el niño engancha, si se abre un diálogo o si no pasa nada. Y está bien también. Siento que a veces miramos a los niños con altivez, cuando en realidad hay que mirarlos de igual a igual. Tienen sentimientos, pensamiento crítico, una visión clara de lo que quieren o no quieren, de lo que les gusta. Y eso es muy enriquecedor. Hay que contar con ellos y dejar que el libro sea una excusa para conversar, no una lección impuesta.
Creo que veo la vida de forma más animada, más ilustrada. Me gusta disfrazarme de mis personajes cuando presento libros, ponerme orejas, jugar con eso. A veces pensamos demasiado en el ridículo porque somos adultos, pero yo creo que hay que pasarlo bien. Si quiero saltar o gritar, lo hago. Siempre estoy pensando en historias. Despierto con ideas, veo algo en la calle o en un periódico y pienso: “Acá hay una historia”. Ahora estoy trabajando tanto libros infantiles como juveniles, y muchas veces los personajes que veo me dan ganas de dibujarlos y ver qué pasa con ellos.
En este momento tengo muchas ganas de escribir un libro solo con texto, sin ilustraciones. Llevo ya como dos años dándole vueltas a una historia con una temática un poco más juvenil, y siento que sería un nuevo desafío. Hasta ahora he hecho libros que me gustan, que me divierten y que están dentro de mi zona de confort, pero siempre quiero empujar esos límites, crecer un poco más. Así que ese es mi objetivo ahora: un libro de 400 páginas. Vamos a ver si sale. Si no, tampoco pasa nada.